
Cuando en 1974, por un grupo entusiasta y de devotos de la Virgen, se tuvo el enorme acierto de reorganizar la Hermandad de la Virgen de la Guía, no sólo se estaba revitalizando una de nuestras más señeras tradiciones, sino colocando la primera piedra de un necesario renacer cofrade —más abierto, vivencial y apoyado en fundamentos eminentemente populares— cuyo espíritu regenerativo actuaría, como impulso caudaloso, de una manera decisiva y creando pauta en todas las fundaciones y refundaciones posteriores, que han marcado un brillante resurgir de nuestra Semana Santa en el último cuarto del siglo que termina.
El calor y el fervor populares inundaron las calles por ver, repuesta, tan popular procesión. Llevada a hombros y con la música de «Los Ataos» —en una época en la que definitivamente, se había condenado a las ruedas y al silencio a todos los pasos causó un afectivo impacto y general entusiasmo. Tan sencilla y hermosa, dulcificada por las gubias de Martínez Cerrillo; con un exorno floral elegante y original —las flores de cera desde entonces características de su paso—, arrastró desde su salida — precedida por la solemne Función en la que se intercalaban vibrantes y emotivas saetas— a todo el pueblo en un mar de clamores.
Yo vivía en el tramo más alto de la cuesta Baena, que entonces era una calle de tránsito y deslucida para las procesiones ya que la gente se agolpaba en la calle de la Plaza esperando, después, en la recogida, los tradicionales «vivas» def miércoles en el Convento o, el Jueves, en la Veracruz… Recuerdo, como un escalofrío ardoroso y trepidante, la «hazaña», que a todos nos dejó fascinados, de subir de un solo «tirón» —desde el mismísimo «caño carretas» hasta la puerta del templo— el paso, al ritmo imponente de la marcha «Barrabás», que recordábamos como identificativa de la Corporación de «Los Ataos». Aquello que era nuevo, pero ancestral, vivo y noble, porque estaba en la masa de la sangre de todos, se transformó por mor y gracia de esta Virgen y de una súbita inspiración del núcleo jnis ferviente de su Hermandad, en uno de los momentos más esperados y culminantes de la Semana Santa y un referente, forzado después, para otras cofradías hasta componer un marco sentimental henchido de un público desobrdante, que han hecho de la cuesta Baena uno de los enclaves principales donde se viven las más aquilatadas emociones… Van a cumplirse de aquel hecho, fortuito y genial, veinticinco años…
(Muchas veces he oído contar a hermanos que fueron protagonistas directos y testigos preferenciales de aquel evento que todo fue fruto de una improvisación fugaz que se adoptó —menguadas las fuerzas y ante el cansancio de un largo recorrido— como solución rápida para subir la enorme pendiente, de manera eficaz y fervorosa, encendiendo a los hermanos que la llevaban y al público acompañante… ¡No importa! Dios y María Santísima revisten la casualidad de casualidad y de momentos azarosos florecen las más frondosas tradiciones. ¡Gracias, Madre de la Guía, por un rasgo tan sencillo de Tu Gracia que alumbró tan sublimes momentos…!).
Aquella tradición, repuesta para siempre, ensamblada, sin embargo, con una serie de recuerdos —como postales en sepia o borrosos clichés— que rescoldeaban, nostálgica-mente en mi alma, con cálido relieve…
Uno de mis primeros recuerdos semananteros más lealmente mantenidos se ubica, mediados los años cincuenta, en una olvidada calle del Horno donde, frente por frente a casa, mantenían permanente cuartel la castiza Corporación de «Los Ataos». La calle, como casi todas por I aquel tiempo, estaba empedrada y por medio corría un «arroyón» que se crecía con las lluvias… Un enjambre permanente de chiquillos, entretenidos con mil juegos temporeros, rotativos y a veces belicosos, pululábamos, entre ladridos de perros, el run-run diluido de un torno alfarero, sobre un amable entramado de voces vecinales y complacientes…
Las Juntas y celebraciones de «Los Ataos» constituían general acontecimiento. No creo fueran más de veinte por aquel entonces. Se asomaban a los balcones con tunicones negros, cantando y fumando, alguna vez, gruesos puros. Cantaban saetas y se acompañaban de un grupito de música. Por las ventanas, en todo tiempo, se dejaban ver presuntuosos y arrogantes gallos blancos que convivían con los «hermanos» y cuyos kikirikies altaneros formaban parte de la dulce algarabía y de los ecos, domésticos y entrañables, de tan inolvidable vecindad. |
Los domingos de «Romanos»salían en rigurosa formación con su música («¡Viva los Ataos, con música y «esmayaos»…»! —gritaban ingenuos y atrevidos mozalbetes—) y se situaban en la puerta de la iglesia de la Concepción, a la espera de los Romanos, cantando, quemando bengalas e interpretando «Misereres» y «Mater» a su Virgen de la Guía, volviendo después al cuartel al compás del «Barrabás». (Parece que los viera desfilar a algunos de ellos: Solís; «Chifarri»; Román; «Colorín»; Cabezas; Currito «El Romanero»; «Teléfonos»; Francisco Valle «Chominaco»; Ariza… ¡Dios los tenta en su Gloria o los conserve muchos años…!). |

Pero, indiscutiblemente, la gran fiesta era el Domingo de Ramos en que parecían multiplicarse por mil. Por la noche sonaba la campanita de la primera procesión, se abría el Santuario de la Patrona y salía, modestísimo pero muy engalanado, el paso de la Virgen de la Guía, entre una nube de «ataos» con túnicas y gorritos negros. Yo la recuerdo a la Virgen con un manto negro, salpicado de estrellitas doradas, una corona muy sencilla, rica saya granate bordada en oro y en unas andas —portadas con horquillas de hierro— iluminadas por humildes candelabros y abigarrados ramilletes de flores. Subía la calle de Aguilar y doblaba por Veracruz entre un fuerte humazo de bengalas y vivas, desaforados redobles y continuas marchas interpretadas por el entusiasta «grupito»… Al volver la calle Linares, esquina a Santa Catalina, se detenían en casa del hermano Emilio Román, en cuya famosa tienda, aquel día tiraban la casa por la ventana con rumboso y general convite… Luego continuaba por Santa Catalina, Madre de Dios, bajando por la cuesta de Romero para llegar a la puerta principal de la «Parroquia», con la calle Don Gonzalo abarrotada de un público fervoroso que la aclamaba en su encierro, esperando en masa a los Romanos que, precedidos de la campanita, realizaban la última subida a Jesús… |
En la Parroquia de la Purificación permanecía durante la Semana Santa. (Yo no la llegué a conocer en el Sermón del Paso). Pero el hecho más singular y que más recuerdo por su carácter insólito lo constituía cuando en la noche del Domingo de Resurrección en que todo había terminado, con los cuerpos cansados y los espíritus tristes y nostálgicos por el final de nuestra Gran Semana, allí estaba otra vez la calle, de bote en bote, abiertas las puertas de la Parroquia y «Los Ataos», con redoblados fervores, para nuevamente procesionar a su Virgen de la Guía, subiéndola, entre vítores y marchas, hasta su Ermita… |
Era el último hálito semanantero. El abanico feliz de un tiempo ideal que abría y cerraba la Virgen de la Guía. Era aquélla la última procesión de un año y, desde luego, la primerísima del siguiente. ¡Dios te salve siempre bendita y humilde VIRGEN DE LA GUÍA! |
Juan Ortega Chacón Julio, 1998 |
